El canto de la jungla nos despierta muy temprano y mientras desayunamos, una espesa niebla nos envuelve. En la mente veloces los recuerdos de tres meses transcurridos en México, miradas y sonrisas de las personas conocidas o solo rozadas… cruzar la frontera entre México y Guatemala no comporta la trágica intensidad del pasaje desde Estados unidos a México: simplemente pasamos a la otra orilla del río Usumacinta, desde Frontera Corozal a Bethel. Aquí encontramos la misma jungla, las mismas bajareques (casas de madera y adobe, un material hecho mezclando barro y paja), las mismas sonrisas acogedoras. La usual carretera llena de lodo nos conduce por verdes pastos y colinas, hasta el lago de Petèn Itzà. Empezamos a distinguir las primeras diferencias con México, el contacto con un país que no se conoce siempre resulta complicado, pero excitante. Caminando entre la isla de Flores y el pueblo de Santa Elena, por un rato respiramos una atmósfera asiática: mucho polvo y centenares de tuc tuc y mototaxis adaptadas al transporte de pasajeros.